La experiencia más profunda de Dios en mi vida como educadora se refleja en mi relación con mis estudiantes. Especialmente con aquellos que me acogieron en su corazón como su madre y amiga y que al seguir mis indicaciones, mis consejos y triunfar con ellos me hacen sentir instrumento evangelizador de Dios. Cuando uno de estos seres maravillosos se acerca a mí, y además de pedirme una indicación para hacer una redacción o para comprender un texto, me piden un consejo o me cuentan sus sentimientos más íntimos, encuentro en su rostro la celestial expresión del amor de Dios. Y es que escucharlos, recordar mi propia infancia, mis propios temores adolescentes, mis primeras experiencias de amor, de pasión o de vida me va haciendo evaluar mi propia existencia y encontrar en ella la riqueza de los valores que se necesita para crear un buen consejo, una enseñanza evangelizadora.
La más difícil de estas experiencias fue asumir mi papel de mamá y maestra cuando una de mis estudiantes perdió de improviso a su padre. Todo su sufrimiento, todos los cambios y las dificultades que surgieron a su alrededor removieron los viejos recuerdos de mi propia infancia y de la muerte de mi papá. Lejos de ser una experiencia traumática, fue una vivencia resucitadora y renovadora. Me enseñó que había sido capaz de superar el dolor y la sensación de pérdida que me había perseguido por toda mi existencia. Aquel sentimiento de soledad permanente que nadie podía llenar. Apoyarla y orientarla y verla salir del ciclo de su luto hacia una visión positiva de su futuro, me hizo descubrir la madurez que habitaba en mi corazón y de la que me creía desprovista. Por lo menos, inmadura para asumir la muerte de otro ser querido tan cercano y amado como mi padre.
En la ayuda que damos a los demás de manera sincera y desinteresada hallamos a Dios. Por eso los mejores ejemplos que responden a la pregunta: ¿dónde está Dios? Son situaciones sencillas y desprovistas de cualquier valor material: Un capullo de rosa que se transforma y crece, una espiga que se convierte en pan, la sonrisa del niño sucio y solo que cruza la calle, la mirada asombrada un anciano que a pesar de los años aún descubre cosas en la vida, el roce cálido de una mano que se cuela entre tus dedos, un beso suave y cariñoso sobre tu frente y la plena satisfacción de ver a un estudiante llegar a recibir su diploma.
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