La experiencia más profunda de Dios en mi vida como educadora se refleja en mi relación con mis estudiantes. Especialmente con aquellos que me acogieron en su corazón como su madre y amiga y que al seguir mis indicaciones, mis consejos y triunfar con ellos me hacen sentir instrumento evangelizador de Dios. Cuando uno de estos seres maravillosos se acerca a mí, y además de pedirme una indicación para hacer una redacción o para comprender un texto, me piden un consejo o me cuentan sus sentimientos más íntimos, encuentro en su rostro la celestial expresión del amor de Dios. Y es que escucharlos, recordar mi propia infancia, mis propios temores adolescentes, mis primeras experiencias de amor, de pasión o de vida me va haciendo evaluar mi propia existencia y encontrar en ella la riqueza de los valores que se necesita para crear un buen consejo, una enseñanza evangelizadora.
La más difícil de estas experiencias fue asumir mi papel de mamá y maestra cuando una de mis estudiantes perdió de improviso a su padre. Todo su sufrimiento, todos los cambios y las dificultades que surgieron a su alrededor removieron los viejos recuerdos de mi propia infancia y de la muerte de mi papá. Lejos de ser una experiencia traumática, fue una vivencia resucitadora y renovadora. Me enseñó que había sido capaz de superar el dolor y la sensación de pérdida que me había perseguido por toda mi existencia. Aquel sentimiento de soledad permanente que nadie podía llenar. Apoyarla y orientarla y verla salir del ciclo de su luto hacia una visión positiva de su futuro, me hizo descubrir la madurez que habitaba en mi corazón y de la que me creía desprovista. Por lo menos, inmadura para asumir la muerte de otro ser querido tan cercano y amado como mi padre.
En la ayuda que damos a los demás de manera sincera y desinteresada hallamos a Dios. Por eso los mejores ejemplos que responden a la pregunta: ¿dónde está Dios? Son situaciones sencillas y desprovistas de cualquier valor material: Un capullo de rosa que se transforma y crece, una espiga que se convierte en pan, la sonrisa del niño sucio y solo que cruza la calle, la mirada asombrada un anciano que a pesar de los años aún descubre cosas en la vida, el roce cálido de una mano que se cuela entre tus dedos, un beso suave y cariñoso sobre tu frente y la plena satisfacción de ver a un estudiante llegar a recibir su diploma.
martes, 18 de abril de 2006
Los sentimientos
Hasta ahora, hemos tratado de clarificar lo que son los sentimientos. Una vez identificados, el siguiente paso es compartirlos con otra persona o con otras personas. Necesitamos expresar lo que sentimos, comunicarnos a nivel de sentimientos, para poder darnos con eso tan íntimo nuestro. Para esto debemos describir nuestros sentimientos, pues ellos son los que revelan lo más íntimos de nosotros mismos.
Frecuentemente decimos: “me siento bien”, “me siento mal”. Realmente no estamos diciendo mucho sobre nuestro sentimiento. Es preciso manifestar cómo me siento cuando me siento bien y/o cómo me siento cuando me siento mal, es decir ponerle color, olor y sabor al sentimiento, describirlo. A muchos sobre todo a los hombres, los educaron para reprimir sus sentimientos, no expresarlos. A las mujeres se les permite llorar, ser exageradas en la expresión de sus sentimientos, aunque en las mujeres de finales del siglo pasado se enfatizó la idea que la liberación femenina debía traer una represión de los sentimientos para evitar mostrar signos de debilidad y fragilidad.
Hoy sabemos que manifestar abiertamente y comunicar nuestros sentimientos es algo nuevo para muchas personas, porque estamos acostumbrados a expresarnos a través de pensamientos o ideas, que dicen muy poco sobre quiénes somos realmente. Y sabemos que reprimir nuestros sentimientos sólo trae consecuencias negativas para nuestro organismo de manera física y para nuestra mente de manera psicológica. Esto, podemos verlo claramente si pensamos en lo fácil que resulta para algunos sentarse a conversar con un desconocido sobre aspectos académicos de la educación y que tan difícil les resulta compartir los sentimientos que hacen de su misión educativa un proceso trascendente y evangelizador. ¿Somos igualmente libres y espontáneos al hablar sobre el seguimiento escolar de un estudiante entre los compañeros de trabajo que en el momento de confrontar a los padres para informarle que reiniciará procesos o que se suspenderá su proclamación como bachiller como resultado de su conducta?
Frecuentemente decimos: “me siento bien”, “me siento mal”. Realmente no estamos diciendo mucho sobre nuestro sentimiento. Es preciso manifestar cómo me siento cuando me siento bien y/o cómo me siento cuando me siento mal, es decir ponerle color, olor y sabor al sentimiento, describirlo. A muchos sobre todo a los hombres, los educaron para reprimir sus sentimientos, no expresarlos. A las mujeres se les permite llorar, ser exageradas en la expresión de sus sentimientos, aunque en las mujeres de finales del siglo pasado se enfatizó la idea que la liberación femenina debía traer una represión de los sentimientos para evitar mostrar signos de debilidad y fragilidad.
Hoy sabemos que manifestar abiertamente y comunicar nuestros sentimientos es algo nuevo para muchas personas, porque estamos acostumbrados a expresarnos a través de pensamientos o ideas, que dicen muy poco sobre quiénes somos realmente. Y sabemos que reprimir nuestros sentimientos sólo trae consecuencias negativas para nuestro organismo de manera física y para nuestra mente de manera psicológica. Esto, podemos verlo claramente si pensamos en lo fácil que resulta para algunos sentarse a conversar con un desconocido sobre aspectos académicos de la educación y que tan difícil les resulta compartir los sentimientos que hacen de su misión educativa un proceso trascendente y evangelizador. ¿Somos igualmente libres y espontáneos al hablar sobre el seguimiento escolar de un estudiante entre los compañeros de trabajo que en el momento de confrontar a los padres para informarle que reiniciará procesos o que se suspenderá su proclamación como bachiller como resultado de su conducta?
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